Nos trasladamos a Shangai para conocer más de su historia y sus atractivos turísticos, primero buscamos un hotel en Shangai.
Shanghai, la respetable puta de Oriente, ha fascinado a comerciantes y viajeros desde el siglo XIX. Famosa por ser centro de vicios —de ahí el nombre de puta de Oriente—, sus casas art déco, su impresionante malecón con edificios neoclásicos y una delicada cocina de sabores dulces, al inicio fue un pueblo pequeño, principalmente de comerciantes y pescadores. No obstante, después de que Gran Bretaña abriera a cañonazos el cerrado imperio chino, en 1842, Shanghai se convirtió en una de las metrópolis más importantes del mundo. En tan sólo una década, Inglaterra y Francia establecieron protectorados y, con los primeros habitantes europeos, también llegaron galeones cargados de muebles, vinos y libros.
Desde mediados del siglo XIX hasta 1950, la posición estratégica de Shanghai, en la desembocadura del río Yangtsé, sirvió de magneto para que comerciantes y banqueros establecieran su centro de operaciones aquí. A franceses y británicos se unieron italianos, rusos, japoneses y alemanes con un solo sueño en mente: buscar fortuna y conquistar el mítico mercado chino. Cada nación estableció un territorio delineado, con policía autónoma y sistema judicial independiente. Para pasar de una concesión a otra era necesario contar con un pasaporte, documento que los agentes de seguridad revisaban en los puntos de entrada. Así estuvo dividida la ciudad por más de un siglo, hasta que, con el triunfo de la revolución comunista, en 1949, Mao Zedong dio por terminada la era colonial.
Con el comunismo, la vibrante Shanghai entró en una pausa histórica, un receso que congeló su desarrollo. Las obras se detuvieron, las compañías de bienes raíces cerraron sus operaciones y del piso no se levantaron más que sembradíos. Pero, en 1992, el letargo llegó a su fin cuando, Deng Xiaoping, líder del Partido Comunista Chino, cambió el destino de Shanghai y la colocó en el centro del programa de apertura económica. Como una bella durmiente, Shanghai despertó para recuperar su estilo retro y ponerse al día con el resto del mundo.
Hoy, el territorio que un día ocupó Gran Bretaña vuelve a ser el centro de la ciudad. Este espacio es fácil de identificar gracias a su imponente malecón, el Bund. El torrente que cruza el Bund, el río Huangpu, se ha convertido en la garganta del mundo, el punto por donde pasan las manufacturas chinas para ser enviadas a todos los rincones del planeta. Ahí es visible lo que treinta años de crecimiento económico sostenido han causado en China: una sinergia sin paralelo en la historia de este país, capaz de redibujar la geografía misma de la zona. Es justamente en este punto donde se siente el beat de Shanghai, una punzada al estilo de Blade Runner, esa energía arrasadora que transita por las autopistas de luces neón. El beat se esconde dentro de los rascacielos futuristas del distrito financiero, corre dentro del Maglev (el tren que se mueve entre imanes para llegar al aeropuerto de la ciudad y que es el más veloz del mundo), se agazapa en los acordes de música electrónica que se escuchan en los bares del malecón.
Para absorberlo no hay más que sentarse al atardecer en alguna de las terrazas que flanquean el río y beberlo cual martini. El mejor lugar para un aperitivo por la tarde es New Heights, desde donde casi se pueden tocar con la mano los edificios gigantes que se encuentran al lado opuesto, en Pudong. Ahí, en la zona financiera, se dibuja un puntiagudo panorama de esferas que parecen perlas flotantes y edificios que, con la llegada de la noche, se transforman en televisores gigantes, debido a los anuncios publicitarios que iluminan sus fachadas. En tan sólo 20 años, el paisaje urbano se ha transformado.
En 1995, lo que hoy es una maquinaria financiera vestida de acero se resumía en una sucesión de sembradíos. El ritmo del cambio es apabullante: en tres días se levanta el piso de un edificio.
A Pudong sólo son invitados los superlativos: la torre Jin Mao con su inquilino el Grand Hyatt, el hotel más alto del mundo; el World Financial Center, el edificio más cercano al cielo del planeta; y, por supuesto, la gran bacanal modernizadora que es el mismo Pudong. Es necesario resaltarlo, en 20 años se erigió de la nada una ciudad entera. Más rápido, más alto y más económico: si de competir se trata, no hay nada como lo made in China.
Como buena contendiente a colocarse en el mapa de las grandes metrópolis del mundo, Shanghai también quiere cautivar a los paladares más rigurosos. A lo largo del río, se encuentran los restaurantes consentidos de la guía Michelin. Destaca Jean Georges, el local en el número tres de la avenida Zhong Shan. En un soberbio salón, este chef, después de conquistar tanto Nueva York como París, abrió su primer y único establecimiento en Asia. Aunque a este cocinero, considerado el más refinado del mundo, algunos españoles le hagan sombra, en Asia nadie le disputa el puesto. El foie gras con cerezas y el decadente pastel de chocolate caliente se han convertido en toda una tradición entre los empresarios que quieren deslumbrar a un nuevo cliente. La estrategia funciona bien, sobre todo si se hace buen uso de la cava, famosa por ser la mejor de la ciudad.
En este mismo edificio se ubica Laris, del australiano David Laris, el restaurante con la mejor barra de ostras de la ciudad. El ambiente se distingue por ser ligero y jovial. Con pisos de mármol blanco, este establecimiento es toda una tradición los jueves por la noche cuando la crema y nata de los profesionistas de la ciudad se reúnen en su bar para degustar los famosos martinis de lichis, mango o chocolate.
Si comer y beber no fuera suficiente, el deleite arquitectónico es igualmente delicioso en el Bund. Se dice que el malecón de Shanghai es el más bello de todo el continente y no es para menos. La belleza del panorama es evidente —tanto la vista espectacular de Pudong, como del lado opuesto, Puxi—. Y hay más. Detrás de los portones de acero de los grandes palacios neoclásicos alineados sobre el río, están por ejemplo el vestíbulo del Banco de Desarrollo de Pudong y el lobby del Hotel de la Paz. Este último, recientemente restaurado, es una obra maestra del art déco.
Shanghai, la frívola, sin embargo, no se revuelve en los salones de estos monumentos. Los que viven aquí —y también los que la visitan— prefieren pasar su tiempo en el legendario Bund 18. Construido en 1923, aquí se encuentran grandes marcas, como Cartier y Zegna; restaurantes deliciosamente caros, como Tan Wai Lou y Sense and Bund, que se especializan en cocina cantonesa y francesa, respectivamente. Pero lo mejor es el Bar Rouge. Es cierto que los días de gloria de este bar quedaron ya atrás hace un par de años; sin embargo, es indiscutible que sigue siendo el icono de la vida nocturna de Shanghai. Las noches en este lugar le dan la bienvenida a la fauna urbana: adictos al trabajo, trabajadores del amor y amantes del dinero. Ésta es la muchedumbre que baila al son de los DJ más solicitados en el círculo electrónico y se enciende con el fuego que corre por la barra de granito negro. Ésta es la muchedumbre que suda y se apretuja debajo de los candelabros color borgoña de Murano. En ningún bar de los cinco continentes se consumen más botellas de champaña que en Bar Rouge. Shanghai, la decadente, se cuenta por burbujas.
Quizá sea una coincidencia o, es muy probable, precisamente a causa de la labor meticulosa de restauración que realizaron en el Bund 18, Filippo Gabbiani y Andrea Destefanis, los arquitectos responsables de darle nueva vida a este edificio, se convirtieron en celebridades en China. En 2006, su estudio arquitectónico, Kokkai, recibió el premio de la UNESCO a la mejor obra restaurada de Asia. Gabbiani y Destefanis representan la esencia misma de la ciudad: el espíritu de conquista, las oportunidades casi infinitas que se abren en este moderno viejo oeste para aquellos que están dispuestos a arriesgarlo todo. Ellos, como otros tantos, llegaron a Shanghai hace un lustro con únicamente dos maletas, y hoy viven atareados, transitando de construcción en construcción para dejar su huella en este plano urbano.
Ritmo, acelere y adrenalina parece ser lo que ofrece Shanghai, pero, por fortuna, también hay otra cara, una más idílica y más humana. El refugio a la modernidad que, por momentos, puede llegar a ser apabullante se encuentra en los rincones de la concesión francesa. Ahí, entre tiendas de triquiñuelas y mercados llenos de verduras exóticas, sapos y tallarines frescos, aún existe la China tradicional, la China a la que los viejos se aferran en los parques. En las tardes, vestidos con su traje Mao, los viejos, bailan y cantan en grupos o solitariamente practican caligrafía con agua sobre el piso. Y sobre el piso de la concesión también cae el agua que chorrea de la ropa recién lavada que cuelga a media calle a lo largo y ancho de sus avenidas. Ésa es la prueba indeleble de que la China populachera aún sigue viva. Y, como muestra, bastan los calzoncillos rojos tamaño abuelita y las trusas percudidas que penden de sus tendederos.
La concesión francesa es fácil de identificar gracias a sus cafés y sus aceras llenas de árboles de maple que, en verano, se llenan de un poblado follaje y forman túneles verdes por donde transitan los Santana Sedan, el coche símbolo de Shanghai. Pese a la destrucción ocasionada por el desarrollo económico chino, dentro de esta zona sobreviven rincones sutiles y elegantes como el hotel Jin Jiang, en la avenida Mao Ming Lu. Para el viajero que busca descubrir el aire seductoramente adictivo de la ciudad, éste es un buen punto de inicio. En Yin, el restaurante ubicado a un costado de este monumento, se pueden degustar camarones cocinados con hojas de té Long Jin, cerdo en soya dulce o los famosos xiaolongbao, pequeños ravioles rellenos de cangrejo y carne de cerdo que se acompañan de un perfumado vinagre con jengibre tierno rallado. La decoración de Yin es especialmente placentera por las noches, cuando las sillas y mesas de maderas oscuras parecen fusionarse con los acordes de jazz de los años treinta (los sábados incluso hay música en vivo).
Si se camina hacia el sur por Mao Ming Lu, se hallan diversas boutiques de ropa china. La más famosa es Shanghai Tang, una cadena de alta costura cuyas sedas son tan exquisitas como la decoración misma de la tienda. Lacas verdes y rosas sirven de aparadores para los suéteres de cachemira, los sacos de lino estilo Mao y los tradicionales vestidos chinos o qipaos. Si lo que el viajero busca es ropa hecha a la medida, hay dos opciones. La más obvia es el mercado de la tela, al este de la ciudad. En tres pisos llenos de tejidos, sastres hábiles confeccionan camisas, trajes y vestidos en menos de un día. Pero para aquellos que no quieren abandonar las arboladas calles de la concesión, las opciones están a un par de cuadras del hotel Jin Jiang.
En general, los precios oscilan alrededor de 70 dólares por un vestido chino; no obstante, sobre la misma avenida, en el número 98, está Jinzhiyuye. Esta tienda cuenta con materiales de excelente calidad y, si el cliente lo desea, las piezas se pueden rematar con finos bordados de flores o mariposas hechos a mano. Cierto es que el precio de un vestido está por arriba de los 200 dólares, pero vale la pena pagarlos por tener una pieza única.
Y, para continuar con el deleite visual, no hace falta más que echar un vistazo a la cornisa art déco del edificio que está justamente enfrente de este negocio. La maravilla de este barrio es precisamente que hay muestras de tendencias como la colonial californiana, la neoclásica y la neogótica, ente otras. Quizá lo más interesante sea que, en general, estos estilos no se encuentran de manera pura, sino que se mezclan creando una ecléctica paleta. La razón es que, tal como ahora, desde principios del siglo XX Shanghai ha sido un imán para los aventureros. Y en la década de los treinta, los efectos de la depresión del 29 llegaron a China mucho más tarde. Como consecuencia, arquitectos europeos y estadounidenses huyeron de la desgracia económica y se asilaron en Shanghai para diseñar y edificar torres habitacionales y casas estrambóticas.
Justamente en una de estas casas se encuentra Face Bar, el local consentido de los expatriados, que se extiende en un conjunto de mansiones, decorado con sillones oscuros, una barra de laca rojo carmín y dos camas antiguas de madera, llenas de cojines donde, hace poco más de medio siglo, los adictos al opio se tiraban a fumar esta droga. En el invierno, los pesados muebles de madrea y las velas en las mesas crean un acogedor ambiente, pero el verdadero deleite se encuentra en las tardes de verano, cuando chinos y expatriados se refugian del sofocante calor bebiendo mojitos en el jardín. Ahí fluyen las horas en apenas instantes y Shanghai, la vanidosa, regresa a sus orígenes hedonistas.
El hedonismo también camina junto a las copias gemelas de Louis Vuitton, Prada y Salvatore Ferragamo. Ésa es Shanghai, la genial tramposa, que ha manufacturado y copiado las grandes marcas del mundo a una fracción del precio. Shanghai, la democrática, lo ofrece todo por unos cuantos yuanes.
Pero así como copia, esta ciudad también busca su propio estilo. El plano más claro para atestiguar esta búsqueda son las artes. Poco a poco, los barrios más tradicionales se han ido llenando de galerías vanguardistas y, al norte de la ciudad, en lo que una vez fuera la fábrica de Moganshan, artistas y diseñadores se han apropiado de este espacio para pintar, producir y vender su obra. La galería de más tradición es Art Scene Warehouse que, por años, ha apoyado a artistas locales. Moganshan queda fuera del circuito turístico, pero es, sin lugar a dudas, uno de los mejores sitios para ver cómo, en apenas tres generaciones, esta sociedad se ha transformado. Atrás quedaron las pinturas de los románticos paisajes chinos o las corrientes predominantes durante la era comunista que buscaban exaltar las virtudes del proletariado. Lienzos y esculturas hablan de que la nueva camada de artistas chinos busca revelarse, burlarse y jugar con el pasado.
En el centro de la ciudad se pueden ver también obras más clásicas. El Museo de Shanghai tiene una excelente colección de caligrafía y, sobre todo, una fascinante muestra de la orfebrería china. La muestra de vasijas de bronce de este recinto es una parada obligatoria. A primera vista son solamente piezas bien trabajadas, pero su genialidad reside en que algunas tienen más de dos milenios de vida. Otro de los sitios que nadie puede perderse son los jardines de Yuyuan, cerca del Bund. Fundados en 1577 por Pan Yuduan, un oficial de la dinastía Ming (1368–1644) que quería asegurarle a sus padres un lugar idílico para que descansaran, este parque ofrece un buen descanso del ajetreado ritmo de la ciudad. Los salones y jardines de esta estancia son una máquina del tiempo, conforman el espacio que le recuerda tanto a chinos como a extranjeros que este botón cosmopolita que es Shanghai pertenece, inequívocamente, a una tradición que se extiende mucho más allá de su debut internacional.
Escrito por Marusia Masacchio para Revista Travesías
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